Guillermo Anderson… ¡Para quererte, el corazón mío no alcanza!

Pensé en escribir un artículo sobre los dos años del fallecimiento de Guillermo Anderson -mi cantante favorito-, y de cómo duele su ausencia.

Ya llevaba varios párrafos escritos cuando de repente reparé que Guillermo sigue presente en mi vida como desde aquella noche de 1988 cuando hizo retumbar el Teatro Manuel Bonilla con su canción EN MI PAÍS en la clausura del festival Aires de Abril.

Esa noche, antes de salir a la calle, con el corazón acelerado por la emoción, compré la modesta edición de Retratos, un casete con las historias de Chago (el hondureño que decide irse al norte del continente) y Pepe Goles (la vieja gloria del fútbol que cuenta anécdotas a cambio de una cerveza).

En esa edición me presentó a Jorge Federico Travieso con el poema Canción de la Espera Infinita:

 

“Pesa a veces la vida y el hombre desespera.
Pesa el pesar y pesa la dicha que no fue;
la esperanza musita: espera, espera, espera,
y el corazón cansado responde: ¿para qué?”.

Desde entonces compré sus discos, fui a sus conciertos, lo entrevisté varias veces y “chinié” a mi hijo con El Cusuco, Las Iguanitas, La Rana Feliz, Los Olingos del disco PARA LOS CHIQUITOS.

A varios de mis amigos y familiares les regalé sus cds, y cuando viajaba al extranjero no me faltaba Costa y Calor y Pobre Marinero para entregarlos a algún alero.

Estuve pendiente de él en su etapa de lucha contra el cáncer, aunque por pena no le escribí con la frecuencia que hubiera deseado.

Tuve esperanzas hasta el último momento en que se salvaría, porque pensaba que Dios no le podía quitar a Honduras a un hijo que tenía el corazón del tamaño de la montaña de Pico Bonito.

No fuimos amigos en el sentido estricto de la palabra, pero sé que Guillermo siempre supo que yo lo admiraba y quería. Lo saluda a la salida de sus conciertos, platicábamos brevemente y luego me retiraba, dejándolo rodeado de otros seguidores.

Lloré su muerte y guardé luto mientras escuchaba su música en la casa, en el carro o en la oficina.

Guillermo se fue físicamente, pero sus sueños; su nobleza; su amor por Honduras; su respeto por las mujeres y la cultura garífuna; su profundo cariño por el mar, los ríos, la selva y los animales; sus personajes; su filosofía; y sus poemas convertidos en canciones, me acompañan en muchos momentos de mi vida.

Platico con Chago y les escribo y le digo “Chago, hacete la iniciativa, no te quedés allá arriba que allí no hay nada para vos; Chago, venite que aquí no hay dinero, pero si ponés esmero, todo se puede hacer aquí”.

El Club Social La Gloria es mi favorito, a pesar de que solo hay guifitti, cerveza y dos marcas de ron, y no me avergüenza confesar que no puedo evitar las lágrimas cada vez que la escucho.

Dedico sus canciones a mi novia, porque “Tu amor es el sol que alumbra mi amanecer caribeño, cuando estoy entre tus brazos no sé si es cierto o te sueño, y si de algo puedo estar seguro es que yo sin verte no vivo”.

Río con los apuros de Manuelito, sufro con María Dolores, me estremezco con La fuerza que tenés, juego con La cipota de barrio, esa mocosa que va gritando tonteras después de la escuela, recobro la fe con Ese mortal llamado Morazán, una obra exquisita que los niños deberían escuchar en la escuela…

Tantas canciones, tantos versos, tantos sueños, tantos personajes que me hacen caminar con cuidado por temor a aplastarlos…

Mi himno nacional no es ese que dice que serán muchos, Honduras, tus muertos; mi himno ese ese que tiene la fuerza en el arado y que tiene su alma en el bullicio del mercado…

Gracias, Guillermo.

¡Para quererte, el corazón mío no alcanza!