La poesía rebeldemente bella de Clementina Suárez. El amor de locura de Jeannete Kawas por la naturaleza. La voz siempre alta y clara de Berta Cáceres en defensa de los pueblo indígenas.
Tres mujeres de ovarios y testículos que agarraron a cachetadas el orgullo machista de esta sociedad y nos enseñaron, a veces con dulzura, a veces con pasión, a veces con delicadeza, a veces con un “Yo no me doblego ante ningún hombre y mucho menos doblo las rodillas frente a un poder de mierda”, de una y mil maneras, que el sexo débil había dejado de ser débil para hacerse fuerte.
Clementina, Jeannette, Berta.
Tres mujeres que los dioses dieron forma con los pedacitos de miles de mujeres hondureñas.
De los brazos de la mujer que lava ropa en el río.
De las manos de la señora que plancha la ropa de otros.
De la voz de la que grita en el mercado “Pase, amor, mire sin compromiso”.
De las pre pago.
De la que vende cada trocito de su cuerpo en camas sucias y malolientes.
De la que viaja en bus y ningún hombre le da el asiento.
De la que es madre, padre, abuela, tía, alera, consejera, cómplice, de sus chigüines.
De la que cada mes multiplica milagrosamente, como Jesús hizo con los panes, el dinero.
De la que hace tortillas en la madrugada.
De las que ríen, callan, lloran, sueñan, maldicen, aman…
De los trocitos del cuello de la anciana que carga sobre su cabeza treinta libras de leña.
De la que aguanta el acoso en la calle, en el taxi, en la oficina… “¡Qué rica que estás, mamacita!”…
De las ejecutivas, de las universitarias, de la que no sabe leer, de la que anda con chancletas verdes de hule, de la que llaman despectivamente “natacha”, de la tiza de la maestra, de las artistas, de la demencia de Juana La Loca, del coraje diario de María, Gertrudis, Francisca…
De Merlin, aquella chaparra de Intibucá que trabajó durante varios años en mi casa, siempre de buen humor, siempre sonriente, pequeña y laboriosa, como una hormiguita.
De la mujer policía que regresa cada noche a su casa con la cara tostada por el sol.
De la humildad de las lencas, del alma alegre de las garífunas, de las misquitas, de las tolupanes…
De mi mamá.
De mi hermana.
De la que pare en el pasillo frío de los hospitales públicos de este país.
De la que enciende una vela en la noche y le pide a Dios por todo el mundo, menos por ella.
De la cipota que juega rayuela, de la que mete en gol a pesar de las patadas de los varones, de la que se le cuadra a cualquiera en el patio de la escuela…
De millones de mujeres anónimas y de las que se abren paso a punta de machete y de talento en otras partes del mundo: Neida Sandoval, Satcha Pretto, Maity Interiano, Maribel Lieberman, Carmen Boquín, Ana Flores (Jurka), Maya Selva…
De las que se fueron “mojadas”. De las que regresaron en el avión blanco.
De las que no saben qué les darán de almorzar a sus hijos.
De la que le amenaza cada mañana “Cuidadito te ponés a jugar pelota en el recreo que vas a joder los únicos zapatos que tenés”.
Del “sea humilde” de la Chiki.
De la cipota de barrio de Guillermo Anderson.
Y de vos, que leés esta nota, porque todos podemos ser como Clementina, Jeannette y Berta en la trinchera en la que nos toca luchar cada día.
Porque también vamos al COMBATE, como el poema de Clementina:
Yo soy un poeta,
un ejército de poetas.
Y hoy quiero escribir un poema,
un poema silbatos
un poema fusiles.
Para pegarlos en las puertas,
en las celdas de las prisiones
en los muros de las escuelas.
Hoy quiero construir y destruir,
levantar en andamios la esperanza.
Despertar al niño,
arcángel de las espadas,
ser relámpago, trueno,
con estatura de héroe
para talar, arrasar,
las podridas raíces de mi pueblo.
Porque todos podemos salvar 400 especies de flora y fauna como lo hizo Jeanette.
Porque todos podemos agarrar un megáfono como Berta y gritar “Ustedes, los que hablan en nombre del progreso, no me van a joder los ríos, las montañas, los valles”.
Ser como Clementina, que chupaba como hombre y decía “No soy poetisa… ¡Soy poeta!”.
Una vida sencilla que se puede resumir en la frase de “Un beso, un abrazo, una flor”, de Jeanette.
Considerarnos “custodios de la naturaleza, de la tierra y sobre todo de los ríos”, como decía Berta.
Profetizar como Berta: “Cuando iniciamos la lucha contra Agua Zarca yo sabía lo duro que iba a ser, pero que íbamos a triunfar. Me lo dijo el río. Seguiremos con la esperanza de cambiar la situación en nuestro país. No nos queda otro camino más que luchar”.
Lloremos.
Y sequemos nuestras lágrimas.
Y seamos como Clementina, Jeannette y Berta y todos esos miles de pedacitos con los que los dioses hicieron a la mujer hondureña…