RIGOBERTO ANDRÉS

Una vez le hice la siguiente pregunta a mi abuelo Ramón: “¿Cómo podemos hacer para que Honduras sea un mejor país?”.

“¿Cuánta es la población del país?”, me respondió.

“Cinco millones”, le dije.

“Bueno, es fácil… Fusilar a cuatro millones y medio de hijos de puta y les advertís a los que quedan que cuidadito hacen cosas malas porque también les vas a meter las balas”, me dijo, sin perder la calma.

Al igual que mi abuelo, yo crecí con la frustración de vivir en un país con  extrema pobreza, corrupción, falta de educación, desempleo e irrespeto por la vida  del prójimo.

Durante años me he quejado y sí, sí me han dado ganas de fusilar no a cuatro millones de hijos de puta –como decía mi abuelo-, sino que a media docena.

Con eso me hubiera conformado.

Pero no soy justiciero. Ese no es el papel que me toca desempeñar. Mi tarea es muchísima más modesta.

Además de quejarme –y de insultar y mentarles la madre a aquellos que considero como los mayores culpables de nuestra desgracia como país-, me esfuerzo por no seguir el camino de esos personajes que aborrezco.

Esto es, ser un ciudadano honrado que trata de formar como hombre de bien a mi hijo; un tipo que se gana cada centavo que se mete en el bolsillo y que no jode a nadie.

Trato de ser solidario con la mayor cantidad de personas que puedo. No humillo a los demás ni soy vengativo.

¿Es suficiente? Puede que no.

¿Estoy siendo egoísta por no querer cambiar el mundo? Puede que sí.

Pero tampoco me presentaré como una mezcla del Quijote con el Che Guevara y pizcas de Emiliano Zapata (tres de mis personajes favoritos).

He entendido –tarde, pero entendí-, que uno no puede andar por la vida con el dedo acusador contra alguien solo porque ideológicamente piensa distinto a mí o realiza actos con los que no estoy de acuerdo.

Esa falta de tolerancia es la que nos  está destruyendo como sociedad.

Puedo sentarme a platicar con nacionalistas, liberales, libres, comunistas, ateos, infieles, homosexuales, blasfemos, honestos y pícaros (en esto último, quiero aclarar que sí detesto a los corruptos de alta escala, y no están en mi lista).

La clave está en no hablar con ellos de las cosas en las que no estamos de acuerdo. ¿Para qué? ¡No tiene sentido!

Ni yo los voy a convencer a ellos ni ellos me van a convencer a mí.

Preferimos hablar de libros, de fútbol, de experiencias que vivimos juntos, de anécdotas, todo eso condimentado con el doble sentido propio de los hondureños.

Aclaro, eso sí, que mis cuatro mejores amigos –y otras personas con las que comparto con frecuencia-, son honestos y tiene algo en común: el sentido de humor.

Hay cosas, sin embargo, en las que sí deseo que la ley sea implacable, dura, inmisericorde, como en el caso del Seguro Social.

Por eso aplaudo la valentía de los Indignados y de las Antorchas, y repruebo que politiquillos que ya gobernaron –y fueron corruptos-, pretendan adueñarse de esos movimientos integrados por personas que me recuerdan a mi abuelo Ramón.

Sé que no hay nada que me diga que debo confiar en la justicia hondureñ, pero he decidido darle la última oportunidad para convencerme de que aún hay esperanza para salvar al país.

Mientras ese momento llega, yo seguiré tratando de ser un buen ciudadano que paga sus impuestos y no  se mete a negocios turbios ni le entra al trinquete ni a los negocios bajo-bajo.

He hecho esta larguísima reflexión con la mente puesta en Rigoberto Andrés, el hijo del poeta, un muchacho creativo, bueno  y devorador de libros, al que acusan de asesinar al abogado Eduardo Montes, en lo que es, sin ninguna duda, una tragedia que involucra a familias inocentes.

Durante estos días escuché comentarios de todo tipo. Unos en defensa de Rigoberto Andrés, y otros en su contra.

Lo que sí está claro es que el abogado Eduardo Montes no merecía morir de esa manera.

Y también que Rigoberto Andrés, como miles de hondureños, ya está harto de este sistema corrupto que manda al pobre a la muerte y a sus asesinos a las portadas de las revistas de alta sociedad.

Todos los involucrados en este drama son víctimas de este sistema. Por desgracias, en esta historia no hay héroes, ni  vencedores.

Hay que sacar –si es que se puede-, una lección de lo sucedido: no nos dejemos llevar por los apasionamientos, independientemente si nuestro repudio por la corrupción es profundo.

Y otro consejo: no escuchemos ni veamos a “periodistas” que, en nombre del pueblo, escupen odio, rumores y mentiras y se auto presentan como los mesías de la nueva Honduras.

Porque la mayoría de ellos, aunque usted no lo crea, también están salpicados por la mierda de la corrupción…

Mi solidaridad para la mamá de Rigoberto Andrés y para la esposa e  hijos del abogado Eduardo Montes.