Yo también fui desempleado…

No voy a discutir si mi despido fue justo o injusto… Bueno, en realidad fue injusto.

Pero eso no viene al caso.

Era el mes de febrero de 2011 cuando me enteré, un domingo por la noche, que al día siguiente me iban a despedir.

Al inicio, debo confesarlo, sentí alegría. Dios había escuchado mis plegarias, porque yo ya no quería seguir trabajando en un ambiente que cada día me gustaba menos.

El “descanso forzado” me sirvió de maravillas… al inicio.

Leí libro tras libro.

Vi muchísimas películas.

Descansé.

Y, principalmente, le dediqué todo el tiempo del mundo a mi hijo.

Nada me preocupada, ni siquiera el hecho de que apenas dos mesas atrás, en diciembre, nos habíamos pasado a nuestra nueva casa y ahora comenzaba lo bueno: pagarla.

“A usted rápido le van a dar trabajo”, me decían. Y así pasó febrero. Y luego marzo. Y así llegó abril.

Los meses llegaban, pero no las ofertas de trabajo…

Y cuando llegaron, eran cincuenta o setenta y cinco por ciento menos que mi ingreso anterior.

Mayo.

Junio.

Julio.

Los ahorros me servían para cubrir los gastos mensuales, pero no para calmar la angustia que ya me tenía agarrado de la mente.

Como era de esperarse, los ahorros bajaban cada día, pues de la construcción de la casa quedaban varias deudas por pagar.

El panorama no era el mejor.

Así, me alegré cuando hubo la posibilidad de realizar un proyecto con un periódico de la capital. La larga espera llegaba a su fin… O al menos eso fue lo que pensé.

No reventó nada… y yo continuaba como desempleado. Un desempleado que ya no era feliz las veinticuatro horas del día, sino que le daba vueltas y vueltas a la cabeza.

Fue uno de los momentos más solitarios de mi vida. Porque tampoco es que uno le anda contando a todos los familiares y amigos de las dificultades económicas que ha empezado a padecer.

Salvo que uno tenga un nuevo trabajo asegurado, el despido puede llegar a convertirse en algo doloroso. Sobran las angustias y escasean los momentos de calma plena, por mucho carácter y esperanza de que todo será mejor.

Al final, un 20 de agosto de 2011, comencé a trabajar donde menos me lo esperaba, donde jamás de me hubiera ocurrido: en el Congreso Nacional.

“Sabemos que no sos político ni militante… Nos interesa tu profesionalismo”. Eso me dijeron. Y eso me tranquilizó,

¿El fin de mis problemas económicos?

Pues no.

Pasaron agosto, septiembre, octubre, noviembre y aún no recibía mi primer salario.

Cuando diciembre llegó, gasté mis últimos lempiras en comprarle el regalo de Navidad a mi hijo.

En enero, nueve meses después de mi despido, ajusté el combustible con las monedas que voy depositando en una lata de leche Ceteco.

El apoyo de mis padres y de mis suegros sirvió para pagar la escuela de mi hijo, la comida, la luz…

Mis hermanos y varios amigos extendieron la mano generosa –en la que había dinero o un cheque-, pero la pena me impidió aceptar lo que tan generosamente me ofrecían.

El día que me pagaron, un año después de mi despido, lloré. No lo oculto. Con las lágrimas descargaba la incertidumbre acumulada.

Una espera que pareció eterna acababa de llegar a su fin.

Hoy, cinco años más tarde, vivo sin sobresaltos. Así que, ¿por qué les cuento esto? Porque desde ayer no he podido dejar de pensar en miles de empleados de Diario TIEMPO con los que me siento identificado.

Ojalá que ellos, tal y como me sucedió, encuentren el apoyo de sus familiares y amigos en los momentos en que las cosas puedan complicarse, y que no pasen tantos meses para que encuentren un nuevo trabajo.

Sé lo que están pasando, porque lo viví en carne propia. Nadie me lo contó.

Eso que llaman suerte puede cambiar de un día para otro.

Así que, por las dudas, sigo metiendo monedas en la lata de Ceteco…