¿Qué siente con la muerte de su hijo?

Como aves de rapiña, los periodistas sobrevuelan cerca de donde yace el cadáver de Arnold Peralta. No hay exclusiva ni primicia que dar, pero ellos chillan como cerdos en el matadero, mientras dan la noticia del asesinato.

Ahora la competencia está en quién saca el “mejor” ángulo del jugador. Se tiran al suelo, porque así se ve la sangre que aún sale de la cabeza.

Y se escuchan frases como “Esta foto me quedó buena”, “Con esta imagen pijeo a la competencia mañana”, “Tengo unas fotos donde se ven claritos los balazos”, “Fijo que me echo la portada”…

Porque ahora en Honduras no solo corremos el riesgo que nos maten, sino que después de eso, los medios hagan “fiesta” con nosotros y que los lectores (de clase alta, media, pobres, educados, incultos, doctores, taxistas, licenciados, amas de casa, políticos, jóvenes estudiantes y un largo etcétera), babeen de morbosidad, aumenten el tamaño de la fotografía para ver mejor los “detalles” del asesinado, la posteen en redes sociales y las compartan en el WhatsApp.

A eso hemos llegado a Honduras.

Pero el muerto ya no siente ni participa en este espectáculo de la muerte. Pero… ¿y los familiares?

Madres y padres, esposas, hijos, amigos, primos y hermanos son sometidos a otro acribillamiento: al de los flashes y luces de las cámaras fotográficas y de video.

Al dolor que significa la muerte de un ser querido (dolor que aumenta indudablemente cuando es de manera violenta, como en el caso de Arnold Peralta), los familiares no pueden siquiera llorar en paz, porque las aves de rapiña no respetan a nadie ni nada.

Estúpidamente tratan de”lucirse” con preguntas imbéciles. Sacan el pecho, caminan como pavos reales a la espera del aplauso de la multitud que se ha congregado en la escena del crimen, y se acercan a todo aquel que llora para caerle encima con el “ingenioso” cuestionario.

Arnold Peralta fue víctima de sicarios; don Carlos, su padre, fue víctima de “sicarios de la información”, esos que no empuñan pistolas, sino micrófonos.

Todos hemos escuchado el tipo de preguntas que les hacen a los familiares de un asesinado. Todos hemos presenciado el irrespeto que hay por el dolo ajeno. Todos nos hemos estremecido por este atrevimiento irrespetuoso.

¿Qué puede contestar don Carlos -o el padre o la madre de la siguiente víctima de la violencia-, cuando le hacen preguntas como las siguientes?:

 

-¿Qué siente con la muerte de su hijo?

-Don… ¿Cómo me dijo que se llama? Ah, sí, don Carlos… ¿Y cuénteme, cómo está su esposa?

-¿Se imaginó que su hijo iba a morir así?

-Dice el forense que fueron dieciocho balazos… ¿Triste, verdad?

-¿Y ahora qué piensa hacer?

-¿Su hijo andaba en malos pasos?

-Don… Perdón… ¿Don Carlos es su nombre, verdad?

-Ha de ser triste para un padre que le maten de esa forma a su hijo…

-¿Se imaginó que le iban a matar a su hijo en esta época navideña?

 

No hay límites. No hay lógica. No hay consideración. No hay tres dedos de frente en las preguntas. “Ajá, ¿y le duele?”, les preguntan en las salas de emergencia de los hospitales a las personas que han sido heridas de disparos.

Pero el premio Pulitzer se lo deberían de dar a aquellos que se acercan a alguien con la mano cercenada o que tiene un machete clavado en la cabeza y se revuelca de dolor (y no exagero, este tipo de periodismo existe en Honduras), y le preguntan “¿Y cómo fue?” o “¿Le duele mucho?”.

Ya no se puede vivir en paz. Pero tampoco podemos tener “el privilegio” de poder llorar tranquilamente a nuestros muertos, porque los intrusos, como aves de rapiña, acechan con los ojos inyectados de morbosidad…