Me críe en la colonia América en el sur de Tegucigalpa. Como los niños de mi época, jugué Pacman y me echaba mis potras en la calle con aquellas pelotas de plástico que costaban un lempira hasta que las amenazas de mi mamá me hacían sentarme en la mesa del comedor a hacer tareas.
A los once años andaba en bus, en la ruta Loarque-Lomas, y con los compañeros de clases (en cuarto y quinto grado), nos íbamos solos a las canchas de La Isla y de El Birichiche, y regresábamos en grupos de dos o tres a nuestras casas.
Íbamos a la pulpería sin miedo, y andábamos en bicicleta -también sin temor-, por Los Ángeles, La Modelo, la 15 de septiembre, Satélite y Loarque.
Después, nuestras aventuras nos llevaron a Las Torres, Flor del Campo y La Pradera, colonias que hoy viven sometidas por grupos de delincuentes y a las que uno llega con un cosquilleo frío en la espalda, porque la equivocación de meterse en una calle peligrosa se paga caro.
Hoy, la canchita de tierra en la que jugaba (la de la escuela 15 de septiembre), está cercada, pues pertenece a la iglesia Católica. Ni modo. La situación actual amerita ese tipo de decisiones, y los pequeños feligreses podrán correr en paz.
¡Cómo cambiaron las cosas en treinta años!
Sometidos por el miedo, le robamos libertad a nuestros hijos y frases como “Uy, ni quiera Dios que lo dejo irse en bus de ruta” o “Yo no lo dejo que vaya solo ni a la esquina”, son parte de nuestro día a día.
A los niños de la clase media les damos aparatos electrónicos, porque es una manera práctica y sencilla de mantenerlos “encadenados” en casa, y los de las familias pobres aprenden a sobrevivir en la jungla del “sálvese quien pueda”.
Mientras eso ocurre, las colonias en las que yo jugaba ahora son pequeñas cárceles con portones en los que hay que entregar la identidad -o sonreírle al guardia-, para poder entrar.
¡Vivimos en una cárcel de concreto!
Un artículo de DIARIO EL HERALDO titulado “Unos 300 mil capitalinos viven entre portones por seguridad” me hizo recordar, mientras desayunaba, aquellos viejos tiempos en los que no existían macabras prácticas como encostalar cadáveres, extorsionar o “deleitarse” viendo vídeos en las que los criminales le vuelan la cabeza a balazos a sus víctimas.
Hoy, son nada menos que 230 barrios y colonias de la capital con entrada restringida. Y en la alcaldía hay decenas de solicitudes más.
Así, manejar en algunas áreas es como andar en un laberinto, hay que meterse por la izquierda, no, no, no, por la izquierda, a ver, no, ahora es por la derecha, y luego… ¿Y ahora para dónde agarro? Vueltas, frenazo de carro, otra vuelta, y uno se siente como un espagueti humano.
¿Por qué llegamos a esta situación? o ¿Quiénes son los culpables? ¡Vaya preguntas! Hay miles de explicaciones y de justificaciones. Esto ya es harina de otro costal.
Ni critico ni alabo a BARRIO SEGURO. La situación nos llevó a eso. Algo había que hacer.
Curioso. Irónico. Las rejas nos dan a los capitalinos una sensación de libertad…