NOTA: El siguiente artículo es de la vida real. Como vos, yo también he sido víctima de la delincuencia. Le he escrito una carta al ladrón que se metió a robar dos veces en mi casa a pesar de que sé que no leerá ni una sola palabra. En todo caso, me sirve de terapia.
Señor ladrón:
El jueves pasado, por segunda ocasión en año y medio, usted se metió a robar en mi casa. Los daños materiales no son muchos:
- Diez mil lempiras en efectivo.
- Una computadora portátil.
- Dos pares de tenis de mi hijo.
- Un par de tacos de mi hijo.
- Un par de chimpinilleras de mi hijo.
- Una plancha.
- Cinco camisetas de la Juventus, una de la Selección de Italia, una del Real Madrid nueva y con toda etiqueta que era para mi cuñado.
Los daños morales, sin embargo, son grandísimos, porque uno queda con un sentido de vulnerabilidad y con el temor que de usted nos vuelva a “visitar”.
Aunque parezca increíble, no lo odio. Más bien, y tal vez le parezca chistoso, lo llamo “el ladrón generoso”. Le voy a explicar el porqué.
Las dos veces que usted se metió a robar, mi familia estaba en casa, durmiendo. Un escalofrío me recorre el cuerpo cuando me pongo a pensar que entró al cuarto de mi hijo en ambas ocasiones, se agachó frente a la cama de él y agarró sus tenis.
Casi a diario leo de ladrones que se meten a robar y asesinan a los dueños de las casas, incluso a niños. Por eso le llamo EL LADRÓN GENEROSO, porque ha respetado la vida de mi familia.
Por eso me considero un afortunado.
Mi hijo es lo que más amo en este mundo, y si usted me pidiera que me corte los brazos por él lo haría sin dudarlo.
¿O prefiere que me arranque el corazón?
Como es normal, tomé algunas medidas de seguridad. No le puedo decir cuáles son, porque eso sería darle pistas. Lo “generoso” no quita que usted sea un ladrón que, desde el momento que se mete a una casa, está dispuesto a todo, a matar o a que lo maten.
Le cuento que en mis delirios paranoicos me imagino que lo veo cuando sube por el muro de atrás y que le disparo desde la ventana y le vuelo la cabeza.
Siento placer.
No tengo remordimientos.
¿Acaso me castigará Dios si mato a alguien en defensa propia?
Después de la primera vez que usted entró a robar le puse serpentina al muro. Ahora instalaré electricidad. Debo confesar que siento placer al imaginármelo electrocutado, con espuma en la boca y los ojos en blanco.
Pero claro, después reflexiono y llego a otra conclusión: usted es “generoso”, pero no es pendejo, y no caerá tan fácilmente en la trampa.
También me he imaginado que averiguo quién es usted y que le pago a alguien para que lo liquide. A ese extremo llega a pensar alguien que, como yo, ama la vida y la paz, y que ha tratado de hacer el bien y de no joder al prójimo.
Y luego me acuerdo que, dentro de todo, usted demostró que es un ladrón distinto a los demás, y se me quitan esas turbias meditaciones.
Claro, eso es, en gran medida, porque nadie se despertó. ¿Qué hubiera pasado si alguien lo hubiera visto? ¿O si mi hijo se hubiera levantado y lo ve?
¿Qué hubiera hecho usted?
A pesar de todo, no caeré en aquello de “¿Por qué a mí?”. Sé que Honduras es un país bello, pero con malos hijos, como usted, que, por una u otra razón, se dedican a sembrar el terror y a atemorizar a ciudadanos comunes y corrientes, como yo, que vivimos a la mano de Dios.
Porque es raro el hondureño que no ha sido víctima de la delincuencia, ya sea directa o indirectamente.
Las pláticas más comunes en este país son “A un hermano mío lo asaltaron para robarle el celular”, “¿Te acordás del Gordo? ¡Lo asesinaron anoche!”; “Fijate que a un compañero lo están extorsionando”; o “Vieras, ayer, en un bus, unos manes nos desvalijaron a todos”…
Y así por el estilo.
Hablar de robos y asesinatos, para después verlos a la hora del almuerzo en HCH, a todo color, o, mejor dicho, al rojo vivo, porque lo que abunda es la sangre.
No le puedo decir que le deseo lo mejor. Eso ya sería masoquismo. Lo más que puedo hacer es rezar por usted para que deje de robar. Es algo ingenuo, lo sé.
O puedo desear que en la próxima casa a la que se meta a robar lo reciban con una lluvia de plomo.
Alguien me decía “Pídale a Dios que lo cuide”. Mi respuesta es: “Ya lo hizo”.
¿O le parece poco, “ladrón generoso”, que usted se haya metido a robar dos veces a mi casa y yo esté frente a la computadora escribiendo esta historia?
Atentamente de alguien que lo odia con cariño.
PD: La foto se la “robé” a diarioprimicia.com.ar. Pero no se “pajee” con aquello de “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”, porque aquí no aplica.