La guitarra era su escudo

Olas y lágrimas para Guillermo Anderson/Por CÉSAR INDIANO

 

Estremece la muerte de Guillermo Anderson, pero es un estremecimiento que al mismo tiempo produce melancolía, frustración, impotencia y muchas lágrimas…

Porque Guillermo fue por sobre todas las cosas un hombre bueno, nunca permitió que la crítica envenenara su noble alma de juglar y jamás formó parte de discusiones bizantinas (capitalinas)…

Para Guillermo la vida fue simple, auditiva y fácil.

Él buscó en la música el refugio para sus calladas filosofías y consuelo para sus deseos de un mundo más tierno, en sus letras –casi todas cándidas– uno puede oír con claridad meridiana ese anhelo confeso por ser mejores personas sin importar la calamidad de los entornos…

¿A quién iban dirigidos sus cantos y mensajes? A todos y a nadie a la vez, fingió ser un ceibeño pero en realidad Guillermo fue un solitario misionero de los trópicos que andaba robándole sonidos a los caracoles y extrayendo cantos puros de los tambores garífunas.

Guillermo murió convencido de que, entre los ecos del sonido negro y los redobles de la parranda africana, estaba escondido el secreto musical que jamás descifró.

Hablamos pocas veces de música porque era parco y cauteloso, de hecho, sólo conversé con él treces veces en esta vida y en las tres ocasiones nuestra conversación quedó interrumpida.
Más de una vez le dije que el folclore no era la suyo y él siempre tuvo una respuesta sabia: el folclore es mi pretexto.

Guillermo estaba estéticamente atrapado entre el mocambo y la trova, pero al mismo tiempo –me dijo– no conseguía hallar las palabras esenciales del soneto caribeño.

Pocos músicos en Honduras han buscado con tanto afán esa aguja en el pajar que es la canción hondureña, ese sóngoro cosongo que haga tronar las bateas al ritmo de las sonajas.

Entre enigmas y búsquedas Guillermo fue entregando discos para el consumo profano, canciones que son y no son, letras que aluden y no, bocetos armónicos inconclusos, melodías mordisqueadas por el reggae insular, por la punta vicentina y el calixo jamaiquino.
La última vez que lo vi me lo encontré en el Café de Galeano en Tegucigalpa, como siempre se mostró circunspecto y como siempre me volvió a decir sin tapujos que –para su gusto– yo era demasiado machacón: me hizo reír.

Viniendo de él aquello fue un elogio porque, aunque nunca le di bombo a su música, al mismo tiempo nunca la menosprecié.

Si hablábamos de política, la cosa era simple: ni caballos ni trompetas. Ambos podíamos darnos el lujo de comunicarnos en clave y de respetar mutuamente –sin afectaciones– la hazaña imposible de hacer cultura en un país donde el arte siempre es un cheque sin fondos.
Guillermo se salvó de Honduras y se libró de la Ceiba… Por obra de la música.

Estaba consciente del país que habitaba, pero al mismo tiempo nunca se dio por vencido, su guitarra era su escudo y sus letras una manera sabia y secreta de sobrellevar el dolor: incluyendo el dolor de morir a deshoras.

Recibió aplausos, reconocimientos y galardones de toda la gente inclusive de las autoridades y de los cínicos.

Pero Guillermo se fue de esta vida sin ver algo que deseaba ver: un país de música, así como yo sueño –todavía – con un país de letras.

Ahora todos lo lloramos porque sabemos que nunca logró ver ese país de guitarras, charangos, tambores, cuatros, dulzainas y timbales.

Ahora todos lamentamos su muerte porque el músico más laborioso de Honduras cerró sus ojos oyendo la metralla de un país que no cambia…

Y escuchando –sin querer– los lamentos marinos de las olas ceibeñas que hoy lloran la partida del último trovador.