Nueve de la mañana. Me detengo en la gasolinera que queda en la colonia 15 de septiembre, a unos metros de Supermercado La Colonia.
-Jefe, buenos días -me saluda un señor de gorra azul y camisa amarilla a cuadros.
-Buenos días -contesto.
-Anda roto este parabrisas -dice, y lo levanta para que yo compruebe que es verdad-. ¿Se lo cambio?
Le digo que no, porque no ando suelto (es cierto), y que mejor otro día. “Y no tengo mucho tiempo”, remato. Se acerca a la ventana y me dice: “Le cambio los dos por mil 200 lempiras… Bueno, se los dejo a mil”.
“Gracias, pero tengo prisa”, le insisto. El hombre de la gorra azul da la vuelta, se acerca al parabrisas roto y en dos segundos lo quita y pone uno nuevo.
-¿Que le parece, jefe?
-Bien, bien, pero mejor mañana… No ando mil lempiras en efectivo -le digo.
-Bueno, le voy a poner el otro y mañana viene y me paga… ¿Le parece? -dice, pero no espera mi respuesta, sino que se va al otro parabrisas y lo cambia.
-¿Cuál es su nombre? -le pregunto cuando regresa.
-Carlos.
-Carlos, ¿y usted cómo sabe que yo voy a venir mañana a pagarle?
-Porque primero Dios que así sea. Además, se ve que usted no me va a engañar.
-¿Y cómo lo sabe?
-Porque se le nota.
-¿Entonces es en serio? -respondo con dudas.
-Sí, jefe.
Saco doscientos lempiras de la billetera y se los doy. “Mañana le pago los otros 800”, le digo. Carlos sonríe: “No sabe cuánto me sirve este dinerito. No se preocupe, yo lo espero”.
Arranco, y pienso en la lección que este humilde hombre me acaba de dar: aún hay hondureños que creen en el valor de la palabra y que confían en los demás.
Para un vendedor de parabrisas, mil lempiras pueden ser una fortuna. Pero Carlos ha decidido creer en el desconocido que le promete que mañana le pagará.
De repente se me ocurre que vale la pena contar esta sencilla historia. Me regreso y llamo a Carlos. Le pido una fotografía. La tomo. “Jefe, ¿cómo salgo?”, pregunta. “Guapísimo”, le digo.
Y vuelve a sonreír…